Acerquémonos con toda objetividad al deprimente espectáculo cubano. Hace 45 años gobierna un dictador decidido a no abandonar ni compartir el poder, convencido de las virtudes de cierto modo autoritario de organizar y administrar la sociedad y el Estado, aprendido de los soviéticos, que ha fracasado en todas partes del mundo, y muy especialmente en la isla sobre la que ejerce su férreo control.
¿Cómo sabemos que el comunismo ha fracasado en Cuba, como fracasó en Rumania, en Albania o en media Europa? Basta asomarse al balance de este casi medio siglo de tiranía comunista y anotar los síntomas más evidentes, aunque no los únicos: dos millones de desterrados y emigrantes, decenas de miles de presos políticos, varios millares de fusilados, quince años de guerras africanas, un infinito ejército de jineteras, unas ciudades devastadas por la incuria gubernamental, y una inacabable libreta de racionamiento, ese diablo de la guardia que ha acompañado a los cubanos noche y día, desde cuando existía el cuantioso subsidio soviético hasta cuando desapareció, en un país que ha perdido cualquier referencia a tiempos mejores, porque el desabastecimiento y la miseria han sido el telón de fondo frente al que tres generaciones de cubanos han desarrollado el drama de sus vidas sin un minuto de tregua.
Los disidentes:
¿Cómo sabemos que el comunismo ha fracasado en Cuba, como fracasó en Rumania, en Albania o en media Europa? Basta asomarse al balance de este casi medio siglo de tiranía comunista y anotar los síntomas más evidentes, aunque no los únicos: dos millones de desterrados y emigrantes, decenas de miles de presos políticos, varios millares de fusilados, quince años de guerras africanas, un infinito ejército de jineteras, unas ciudades devastadas por la incuria gubernamental, y una inacabable libreta de racionamiento, ese diablo de la guardia que ha acompañado a los cubanos noche y día, desde cuando existía el cuantioso subsidio soviético hasta cuando desapareció, en un país que ha perdido cualquier referencia a tiempos mejores, porque el desabastecimiento y la miseria han sido el telón de fondo frente al que tres generaciones de cubanos han desarrollado el drama de sus vidas sin un minuto de tregua.
Los disidentes:
Naturalmente, no todos los cubanos coinciden en esa desoladora actitud. Hay un puñado de personas convencidas de que es posible construir una Cuba distinta, más hospitalaria y generosa con sus propios ciudadanos. Una Cuba en la que los hoteles, las playas, los restaurantes y los amables lugares de recreo, o los buenos hospitales dotados con abundantes medicinas, no estén vedados a los naturales del país, a menos que pertenezcan a la pequeña cúpula dirigente, como sucede en la dictadura de Castro, donde se practica el más injusto de los apartheid.
Una Cuba en la que una muchacha médica o maestra no tenga que prostituirse para comer, vestir o comprarle medicinas a su hija. Una Cuba en la que el salario que se reciba sea pagado en una moneda con valor adquisitivo real y no en ese misterioso papel secante que se traga las nueve décimas partes de su valor nominal al canjearlo por dólares. Una Cuba en la que no se persiga sino se premie la iniciativa y el esfuerzo de los individuos. Una Cuba en la que las personas puedan expresar libremente sus opiniones, agruparse de acuerdo con sus valores e intereses, y elegir sin temor a los funcionarios entre diversas opciones que se presenten, tanto en los partidos políticos como en los sindicatos o en el resto de las instituciones de la República sometidas al método democrático de escoger mandatarios.
Curiosamente, los únicos que creen en la posibilidad de esa Cuba feliz son los demócratas de la oposición: los disidentes. Son esos periodistas independientes que cuentan lo que sucede en el país porque saben que si se oculta la realidad ésta jamás podrá ser modificada. Son los bibliotecarios clandestinos que prestan los textos prohibidos porque están convencidos de que la inteligencia y el buen juicio se nutren de la información y del contraste de pareceres. Son esos esforzados políticos de distintas vertientes que, siempre hostigados por la policía secreta, predican y defienden las características y virtudes de la socialdemocracia, el liberalismo, la democracia cristiana o el conservadurismo, persuadidos de que a Cuba le conviene repetir la experiencia ideológica y práctica de las veinte naciones más prósperas del planeta.
Los anillos de la represión:
¿Qué hace la dictadura con estas personas empeñadas en tratar de mejorar el destino de los cubanos? Todos lo sabemos: las destruye. Pero no las destruye con un zarpazo directo y definitivo, sino mediante una siniestra gradación represiva. Primero las amenaza. Las visita un policía con gesto preocupado que, en un severo tono estudiadamente paternal, le explica al disidente lo peligroso que es salirse del coro y pensar por cuenta propia.
Cada demócrata cubano tiene un policía que lo "atiende", verbo que en la Isla quiere decir que lo vigila, aconseja, amenaza, increpa o intimida, de acuerdo con las características de su caso. Su función ―la del policía que "atiende"― es cultivar la ortodoxia ideológica y asegurarse de la completa obediencia de las órdenes que "bajan" desde el olimpo revolucionario. La revolución es una forma unívoca de pensar y de juzgar la realidad, y cualquier discrepancia conlleva un alto costo en sufrimiento.
El segundo anillo represivo es el acoso directo. El disidente ―y a veces su mujer e hijos― es expulsado de su centro de trabajo. Se instruye a los militantes del barrio en el que vive para que le nieguen el saludo o lo insulten. El insulto es el ensayo general para la violencia posterior. Antes del golpe siempre viene el alarido. Esa es la función de gritarle "gusano" o "escoria" al adversario. Hay que deshumanizarlo. Convertirlo en una criatura repugnante. A partir de ese punto, aplastarlo es algo sencillo, casi natural.
Más adelante, si la Seguridad del Estado lo cree conveniente, le organiza un "acto de repudio". Son los viejos pogromos aprendidos de fascistas y nazis, reciclados por el castrismo. No hay nada espontáneo. Se trata de una turba orquestada por el Partido y por la policía política que se reúne frente a la residencia del ‘repudiado" para injuriarlo y tirarle piedras. A veces lo sacan de su casa por la fuerza, como le ocurrió a mi amiga y excelente escritora María Elena Cruz Varela, y le propinan un castigo ejemplar. A María Elena la arrastraron de los pelos desde su residencia, la arrodillaron en medio de la calle y la obligaron a tragarse unos poemas políticos que había escrito, mientras la turba gritaba: "¡Que le sangre la boca, coño, que le sangre!".
Luego viene la pantomima judicial. Ése es el tercer anillo represivo: el juicio sin derechos, con jueces que cumplen un puro trámite, con fiscales que repiten consignas políticas, con abogados defensores que no defienden, porque no pueden, con testigos falsos que dicen lo que se les ordena, hasta llegar a la sentencia y la sentencia, que ya viene dictada desde el Ministerio del Interior: dos años, o cinco, o diez, o treinta. Da igual. A supuestos "delitos" similares, se imponen penas distintas. Todo depende de la coyuntura política y de la intensidad del escarmiento con que el régimen cree que puede y debe intimidar a la población para que comprenda las desdichas que les aguardan a quienes se atreven a retar el modelo de Estado implantado por los comunistas.
Pero ni siquiera en la cárcel termina la agonía. Este es el turno de los maltratos directos. Las celdas son mínimas, sin luz ni ventilación, y están llenas de mosquitos y cucarachas. Las visitas son muy espaciadas y en condiciones muy humillantes para el preso y sus familiares. El inodoro suele ser un hueco generalmente atascado y hediondo. La cama es una colchoneta o una lona llena de chinches. El agua es un débil chorro parduzco que desaparece casi todo el día. La comida es escasa, pésima, muy poco equilibrada. A veces los golpes los propinan los guardias. A veces instruyen a encallecidos presos comunes para que sirvan de esbirros sustitutos.
Hay mucho de sadismo voluntario en esos atropellos cometidos por los psicópatas que asignan a las prisiones, pero hay algo aún más siniestro: el objetivo es convertir la cárcel en un infierno insoportable para "ablandar" al preso político. En su momento, le llegará su turno al guardia compasivo. El carcelero bueno de la razón y el orden empezará a hablar de "rectificación". Todo el mundo tiene derecho a equivocarse. La revolución puede ser generosa. Para eso existe la reeducación política y el sano cambio de opiniones. Todo lo que el preso tiene que hacer es reconocer sus errores. Da lo mismo asentir o negar. Es sólo una cuestión de hacia dónde mover la cabeza. ¿No es obvio que la familia está sufriendo mucho? Todo eso se puede aliviar.
El miedo y la obediencia:
En la jerga penitenciaria eso se llama "romper" o "quebrar" al preso. El propósito es arrancarle lo último que le queda, sus convicciones, para luego, si se tercia, ponerlo en la calle moralmente aplastado por la disonancia moral y el corrosivo sentimiento de culpa. Incluso, ese preso, hecho ya una piltrafa, puede servir para complacer a un gobierno extranjero que ha pedido su liberación, o a un escritor famoso que solicita su excarcelación movido por la piedad.
La revolución, hay que admitirlo, no es vesánica. Es pragmática y carece de escrúpulos. Todo lo que desea y procura es la obediencia ciega, total e incondicional al líder. "Comandante en Jefe, ordene", es la consigna general del país. Se trata de construir una sociedad estabulada. La revolución sólo persigue y aplasta a quienes se niegan a obedecer. La revolución, además, tiene un método infalible para lograr esa obediencia bovina, tan importante para salvar a la patria de quién sabe qué supuestos peligros: infundir miedo a la población. Una sociedad aterrorizada es una sociedad obediente.
Una Cuba en la que una muchacha médica o maestra no tenga que prostituirse para comer, vestir o comprarle medicinas a su hija. Una Cuba en la que el salario que se reciba sea pagado en una moneda con valor adquisitivo real y no en ese misterioso papel secante que se traga las nueve décimas partes de su valor nominal al canjearlo por dólares. Una Cuba en la que no se persiga sino se premie la iniciativa y el esfuerzo de los individuos. Una Cuba en la que las personas puedan expresar libremente sus opiniones, agruparse de acuerdo con sus valores e intereses, y elegir sin temor a los funcionarios entre diversas opciones que se presenten, tanto en los partidos políticos como en los sindicatos o en el resto de las instituciones de la República sometidas al método democrático de escoger mandatarios.
Curiosamente, los únicos que creen en la posibilidad de esa Cuba feliz son los demócratas de la oposición: los disidentes. Son esos periodistas independientes que cuentan lo que sucede en el país porque saben que si se oculta la realidad ésta jamás podrá ser modificada. Son los bibliotecarios clandestinos que prestan los textos prohibidos porque están convencidos de que la inteligencia y el buen juicio se nutren de la información y del contraste de pareceres. Son esos esforzados políticos de distintas vertientes que, siempre hostigados por la policía secreta, predican y defienden las características y virtudes de la socialdemocracia, el liberalismo, la democracia cristiana o el conservadurismo, persuadidos de que a Cuba le conviene repetir la experiencia ideológica y práctica de las veinte naciones más prósperas del planeta.
Los anillos de la represión:
¿Qué hace la dictadura con estas personas empeñadas en tratar de mejorar el destino de los cubanos? Todos lo sabemos: las destruye. Pero no las destruye con un zarpazo directo y definitivo, sino mediante una siniestra gradación represiva. Primero las amenaza. Las visita un policía con gesto preocupado que, en un severo tono estudiadamente paternal, le explica al disidente lo peligroso que es salirse del coro y pensar por cuenta propia.
Cada demócrata cubano tiene un policía que lo "atiende", verbo que en la Isla quiere decir que lo vigila, aconseja, amenaza, increpa o intimida, de acuerdo con las características de su caso. Su función ―la del policía que "atiende"― es cultivar la ortodoxia ideológica y asegurarse de la completa obediencia de las órdenes que "bajan" desde el olimpo revolucionario. La revolución es una forma unívoca de pensar y de juzgar la realidad, y cualquier discrepancia conlleva un alto costo en sufrimiento.
El segundo anillo represivo es el acoso directo. El disidente ―y a veces su mujer e hijos― es expulsado de su centro de trabajo. Se instruye a los militantes del barrio en el que vive para que le nieguen el saludo o lo insulten. El insulto es el ensayo general para la violencia posterior. Antes del golpe siempre viene el alarido. Esa es la función de gritarle "gusano" o "escoria" al adversario. Hay que deshumanizarlo. Convertirlo en una criatura repugnante. A partir de ese punto, aplastarlo es algo sencillo, casi natural.
Más adelante, si la Seguridad del Estado lo cree conveniente, le organiza un "acto de repudio". Son los viejos pogromos aprendidos de fascistas y nazis, reciclados por el castrismo. No hay nada espontáneo. Se trata de una turba orquestada por el Partido y por la policía política que se reúne frente a la residencia del ‘repudiado" para injuriarlo y tirarle piedras. A veces lo sacan de su casa por la fuerza, como le ocurrió a mi amiga y excelente escritora María Elena Cruz Varela, y le propinan un castigo ejemplar. A María Elena la arrastraron de los pelos desde su residencia, la arrodillaron en medio de la calle y la obligaron a tragarse unos poemas políticos que había escrito, mientras la turba gritaba: "¡Que le sangre la boca, coño, que le sangre!".
Luego viene la pantomima judicial. Ése es el tercer anillo represivo: el juicio sin derechos, con jueces que cumplen un puro trámite, con fiscales que repiten consignas políticas, con abogados defensores que no defienden, porque no pueden, con testigos falsos que dicen lo que se les ordena, hasta llegar a la sentencia y la sentencia, que ya viene dictada desde el Ministerio del Interior: dos años, o cinco, o diez, o treinta. Da igual. A supuestos "delitos" similares, se imponen penas distintas. Todo depende de la coyuntura política y de la intensidad del escarmiento con que el régimen cree que puede y debe intimidar a la población para que comprenda las desdichas que les aguardan a quienes se atreven a retar el modelo de Estado implantado por los comunistas.
Pero ni siquiera en la cárcel termina la agonía. Este es el turno de los maltratos directos. Las celdas son mínimas, sin luz ni ventilación, y están llenas de mosquitos y cucarachas. Las visitas son muy espaciadas y en condiciones muy humillantes para el preso y sus familiares. El inodoro suele ser un hueco generalmente atascado y hediondo. La cama es una colchoneta o una lona llena de chinches. El agua es un débil chorro parduzco que desaparece casi todo el día. La comida es escasa, pésima, muy poco equilibrada. A veces los golpes los propinan los guardias. A veces instruyen a encallecidos presos comunes para que sirvan de esbirros sustitutos.
Hay mucho de sadismo voluntario en esos atropellos cometidos por los psicópatas que asignan a las prisiones, pero hay algo aún más siniestro: el objetivo es convertir la cárcel en un infierno insoportable para "ablandar" al preso político. En su momento, le llegará su turno al guardia compasivo. El carcelero bueno de la razón y el orden empezará a hablar de "rectificación". Todo el mundo tiene derecho a equivocarse. La revolución puede ser generosa. Para eso existe la reeducación política y el sano cambio de opiniones. Todo lo que el preso tiene que hacer es reconocer sus errores. Da lo mismo asentir o negar. Es sólo una cuestión de hacia dónde mover la cabeza. ¿No es obvio que la familia está sufriendo mucho? Todo eso se puede aliviar.
El miedo y la obediencia:
En la jerga penitenciaria eso se llama "romper" o "quebrar" al preso. El propósito es arrancarle lo último que le queda, sus convicciones, para luego, si se tercia, ponerlo en la calle moralmente aplastado por la disonancia moral y el corrosivo sentimiento de culpa. Incluso, ese preso, hecho ya una piltrafa, puede servir para complacer a un gobierno extranjero que ha pedido su liberación, o a un escritor famoso que solicita su excarcelación movido por la piedad.
La revolución, hay que admitirlo, no es vesánica. Es pragmática y carece de escrúpulos. Todo lo que desea y procura es la obediencia ciega, total e incondicional al líder. "Comandante en Jefe, ordene", es la consigna general del país. Se trata de construir una sociedad estabulada. La revolución sólo persigue y aplasta a quienes se niegan a obedecer. La revolución, además, tiene un método infalible para lograr esa obediencia bovina, tan importante para salvar a la patria de quién sabe qué supuestos peligros: infundir miedo a la población. Una sociedad aterrorizada es una sociedad obediente.
A una sociedad aterrorizada se le puede ordenar, como hizo Fidel Castro hace más de cuarenta años, que odie a los indiferentes y desafectos, aunque medien estrechos lazos de sangre o fuertes vínculos amistosos. Él mismo dejó de tratar para siempre a la hermana y la hija que escaparon al exilio. Y los cubanos dejaron de hablar con los hijos o con los padres que habían marchado al extranjero. Se prohibieron las cartas y las cartas desaparecieron. El odio se convirtió en una obligación revolucionaria, y los cubanos, muertos de miedo, odiaron. Se olvidaron de sus hermanos. Les negaron el saludo al amigo. Persiguieron a sus familiares, los denunciaron por contrarrevolucionarios para que los echaran de los trabajos. Hicieron informes contra todos. Se convirtieron en verdugos de su propia gente, execraron a sus parientes para ganar méritos revolucionarios y, sobre todo, por miedo.
El miedo es la emoción más dolorosa y destructora de cuantas corroen el alma humana. Debe ser, como todas las emociones, una oscura sustancia que ante ciertos estímulos se desliza silenciosamente por los neurorreceptores y se somatiza por un nudo en la garganta, por sudoración excesiva, por ganas de orinar, y, sobre todo, por una angustia profunda e indefinida que nos aprieta el pecho. Sentir miedo es muy desagradable. Vivir con miedo es insoportable. Y los cubanos viven con miedo. Viven con miedo desde que nacen, y sus padres, para protegerlos, los enseñan a simular, a obedecer, a callar. Es tanto el miedo que sienten que sacrifican el amor y la dignidad con tal de no padecerlo. Por eso obedecen. Por eso desfilan dócilmente en las plazas, incesantemente, un día tras otro, un año tras otro, gritando consignas estúpidas: "Fidel, seguro, a los yanquis dales duro", sin creer una sola sílaba de lo que chillan, porque obedecer es el antídoto del miedo. Agachar la cabeza y renunciar al juicio crítico es el amuleto que aleja el terror.
Pero no todos los cubanos, por supuesto, viven y actúan bajo los efectos del miedo. Siempre hay un puñado de valientes que atesoran, como escribía Martí, todo el decoro que a los otros les falta. Raúl Rivero, el gran poeta cubano preso, suele decir que "en mi miedo mando yo". No es que no lo sienta: es que lo administra con el valor infinito de quien se atreve a enfrentarse a un monstruo totalitario con una vieja máquina de escribir por toda defensa. Rindámosle homenaje. Rindámosles homenaje a él y a todos los presos políticos cubanos. A los que se atrevieron a vencer al miedo para soñar con una Cuba diferente, en la que valga la pena criar a los hijos. A los que compartieron con sus amigos algunos libros prohibidos. A los que pidieron que se dejara votar libremente a los cubanos. A los que se atrevieron a soñar con una Cuba plural y tolerante en la que todos cupiesen. Rindamos homenaje a quienes creen, como creía Cervantes, que la libertad "es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos: con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra, ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida".
No olvidemos nunca a estos hombres y mujeres presos en Cuba por defender la libertad. Su causa es la de todos nosotros. Nosotros también estamos presos en sus celdas.
El miedo es la emoción más dolorosa y destructora de cuantas corroen el alma humana. Debe ser, como todas las emociones, una oscura sustancia que ante ciertos estímulos se desliza silenciosamente por los neurorreceptores y se somatiza por un nudo en la garganta, por sudoración excesiva, por ganas de orinar, y, sobre todo, por una angustia profunda e indefinida que nos aprieta el pecho. Sentir miedo es muy desagradable. Vivir con miedo es insoportable. Y los cubanos viven con miedo. Viven con miedo desde que nacen, y sus padres, para protegerlos, los enseñan a simular, a obedecer, a callar. Es tanto el miedo que sienten que sacrifican el amor y la dignidad con tal de no padecerlo. Por eso obedecen. Por eso desfilan dócilmente en las plazas, incesantemente, un día tras otro, un año tras otro, gritando consignas estúpidas: "Fidel, seguro, a los yanquis dales duro", sin creer una sola sílaba de lo que chillan, porque obedecer es el antídoto del miedo. Agachar la cabeza y renunciar al juicio crítico es el amuleto que aleja el terror.
Pero no todos los cubanos, por supuesto, viven y actúan bajo los efectos del miedo. Siempre hay un puñado de valientes que atesoran, como escribía Martí, todo el decoro que a los otros les falta. Raúl Rivero, el gran poeta cubano preso, suele decir que "en mi miedo mando yo". No es que no lo sienta: es que lo administra con el valor infinito de quien se atreve a enfrentarse a un monstruo totalitario con una vieja máquina de escribir por toda defensa. Rindámosle homenaje. Rindámosles homenaje a él y a todos los presos políticos cubanos. A los que se atrevieron a vencer al miedo para soñar con una Cuba diferente, en la que valga la pena criar a los hijos. A los que compartieron con sus amigos algunos libros prohibidos. A los que pidieron que se dejara votar libremente a los cubanos. A los que se atrevieron a soñar con una Cuba plural y tolerante en la que todos cupiesen. Rindamos homenaje a quienes creen, como creía Cervantes, que la libertad "es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos: con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra, ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida".
No olvidemos nunca a estos hombres y mujeres presos en Cuba por defender la libertad. Su causa es la de todos nosotros. Nosotros también estamos presos en sus celdas.