David Hume nació en Edimburgo (Escocia), en 1711. Durante sus estudios se interesó especialmente por la Literatura y la Historia. Para estudiar Literatura y Filosofía, viajó a Francia. Allí escribió su Tratado sobre la naturaleza humana, publicado en 1739, que no tuvo repercusión alguna. En 1751, reformando la primera parte del Tratado, publicó Investigación sobre el entendimiento humano; y al año siguiente, sobre la base a la tercera parte del Tratado, Investigación sobre los principios morales. Hume esperaba lograr fama como escritor, pero sus primeros escritos no causaron la menor impresión. No ocurrió lo mismo con sus Discursos políticos (1752). Sin embargo, a pesar de la repercusión de su obra, no logró ganar la Cátedra de Filosofía en Glasgow ni en Edimburgo, por ser considerado escéptico en asuntos religiosos. Siendo bibliotecario del Colegio de Abogados de Edimburgo (1753-1765), publicó por entregas una Historia de Inglaterra, que también tuvo una amplia repercusión pública, generando críticas, rechazos y abundantes ganancias. Entre 1763 y 1766 se instaló nuevamente en Francia, ahora en París, como secretario del embajador inglés en ese país. Allí trabó amistad con Rousseau, quien lo acompañó a su regreso a Inglaterra. Nuevamente en la isla, se desempeñó como subsecretario de Estado (1767-1768), regresando luego a Edimburgo, donde falleció de cáncer en el año 1776. Fueron publicadas como obras póstumas su Autobiografía (1777) y sus Diálogos sobre la Religión Natural (1779), escrito en 1752.
Hume se propuso investigar el ámbito moral humano mediante la observación y la experimentación, tal como lo hiciera Newton con el mundo físico. Ello lo llevó a oponerse a la Metafísica Tradicional, a la que no le reconocía carácter científico y le reprochaba ser el fruto de la vanidad humana —la cual pretendió llegar a conocer objetos que le son imposibles de alcanzar— o, peor aún, de la superstición que domina al hombre mediante miedos y prejuicios religiosos.
Sostenía que el conocimiento no se apoya en verdades innatas sino en afirmaciones basadas en creencias, suposiciones o costumbres sobre el mundo. “No es la razón la gruía de la vida, sino la costumbre.”
Los elementos básicos con los que opera la mente son las percepciones. Éstas pueden ser impresiones (sensaciones y sentimientos —por ejemplo, ver o desear—), más intensas; o ideas (recuerdos, imaginación), más débiles. Las ideas son copias de las impresiones. Por ello, para averiguar el valor y el significado de una idea, debemos remontarnos a la impresión que le da origen.
La mente tiende naturalmente a asociar ideas y genera, de este modo, ideas complejas. Las ideas se asocian según las Leyes de Semejanza, de Contigüidad y de Causalidad.
Por su relevancia para la Filosofía, Hume se detiene a analizar una idea en particular, la idea de sustancia. Se trata sin dudas de una idea compleja que no corresponde a ninguna impresión particular sino al acto por el que la imaginación une un conjunto de ideas simples atribuyéndolas a algo desconocido, no percibido en modo alguno, como a su soporte.
La mente expresa la verdad a través de proposiciones que pueden referirse a relaciones de ideas o a cuestiones de hecho. Las primeras son necesarias (analíticas, dirá Kant) y su verdad, que depende de las ideas mismas, se conoce por intuición o demostración. Es el caso de la Matemática y la Lógica. Las segundas, en cambio, son contingentes y su verdad depende de la observación de los hechos o de la inferencia inductiva a partir de ellos. Justamente la inferencia, para conducirnos más allá de lo observado, recurre al Principio de Causalidad. Pero como todo lo que se afirma en base a este principio puede no suceder (es contingente), el conocimiento al que accedemos por la inferencia inductiva no llega nunca a ser demostrativo. “Lo contrario de cualquier materia de hecho es todavía posible, porque nunca implica contradicción. Que el sol no salga mañana es una proposición ni menos inteligible ni con más contradicción que la afirmación de que saldrá.”
Hume, habiendo sometido a crítica el concepto de substancia, ahora fijaba su atención en el de causalidad. Y descubrió que, detrás de la idea de causa no hay ninguna impresión más que la repetida contigüidad entre dos fenómenos a los que, por ese motivo, entendemos como relacionados causalmente. A esto hay que agregar que entendemos la relación causal entre estos fenómenos como una relación constante, como si fuese necesaria. Pero la verdad es que, cuando afirmamos una relación de este tipo, no lo hacemos basados en ninguna impresión sensible correspondiente sino en la mera costumbre, generada por la repetición de observaciones similares. La supuesta relación necesaria que une al efecto con su causa no es sino un contenido de conciencia. No podemos afirmar que las cosas en sí mismas se relacionan causalmente. Al predecir que tal causa generará determinado efecto lo hacemos sobre la suposición de que en la Naturaleza todo ocurre uniformemente y que lo que hemos observado en ocasiones anteriores ocurrirá de un modo semejante en el futuro, pero esto no deja de ser una suposición. “El efecto es totalmente diferente de la causa y, consiguientemente, jamás podrá ser descubierto en aquella; el movimiento de la segunda bola de billar es cabalmente distinto del movimiento de la primera; ni hay aquí nada en uno de ellos que envuelva la más mínima referencia al otro.” Esta crítica de la causalidad no recae sólo sobre la filosofía clásica, incluída la cartesiana, sino que se proyecta también sobre la propia física newtoniana. La Física, que se basa en la observación, al operar con el Principio de Causalidad no hace pie sino en la mera costumbre.
De todos modos, Hume reconocía que las afirmaciones referidas a cuestiones de hecho pueden adquirir un grado de seguridad mayor en la medida en que se basen en observaciones numerosas, regulares y uniformes. Así, sin llegar a ser demostraciones (como en el campo de las ideas), pueden constituirse en "probabilidades" (relaciones variables) o en "pruebas" (relaciones constantes), de las que no es razonable dudar.
Respecto de la Moral, Hume se oponía a quienes sostenían que su fundamento es la religión. Él afirma que su origen se encuentra en el deseo de hacer más agradable la vida. Quien obra moralmente lo hace porque espera que ello le genere satisfacción. Pero el hombre no se queda en el mero egoísmo sino que, movido por su capacidad de compadecerse del otro, disfruta con él o sufre con él. Allí tenemos las bases de las que la moral se nutre: bueno es lo útil, lo que satisface y produce placer, y malo es lo que desagrada y genera dolor. El supremo bien moral es la benevolencia, entendida como interés generoso por el bienestar general.
Hume se propuso investigar el ámbito moral humano mediante la observación y la experimentación, tal como lo hiciera Newton con el mundo físico. Ello lo llevó a oponerse a la Metafísica Tradicional, a la que no le reconocía carácter científico y le reprochaba ser el fruto de la vanidad humana —la cual pretendió llegar a conocer objetos que le son imposibles de alcanzar— o, peor aún, de la superstición que domina al hombre mediante miedos y prejuicios religiosos.
Sostenía que el conocimiento no se apoya en verdades innatas sino en afirmaciones basadas en creencias, suposiciones o costumbres sobre el mundo. “No es la razón la gruía de la vida, sino la costumbre.”
Los elementos básicos con los que opera la mente son las percepciones. Éstas pueden ser impresiones (sensaciones y sentimientos —por ejemplo, ver o desear—), más intensas; o ideas (recuerdos, imaginación), más débiles. Las ideas son copias de las impresiones. Por ello, para averiguar el valor y el significado de una idea, debemos remontarnos a la impresión que le da origen.
La mente tiende naturalmente a asociar ideas y genera, de este modo, ideas complejas. Las ideas se asocian según las Leyes de Semejanza, de Contigüidad y de Causalidad.
Por su relevancia para la Filosofía, Hume se detiene a analizar una idea en particular, la idea de sustancia. Se trata sin dudas de una idea compleja que no corresponde a ninguna impresión particular sino al acto por el que la imaginación une un conjunto de ideas simples atribuyéndolas a algo desconocido, no percibido en modo alguno, como a su soporte.
La mente expresa la verdad a través de proposiciones que pueden referirse a relaciones de ideas o a cuestiones de hecho. Las primeras son necesarias (analíticas, dirá Kant) y su verdad, que depende de las ideas mismas, se conoce por intuición o demostración. Es el caso de la Matemática y la Lógica. Las segundas, en cambio, son contingentes y su verdad depende de la observación de los hechos o de la inferencia inductiva a partir de ellos. Justamente la inferencia, para conducirnos más allá de lo observado, recurre al Principio de Causalidad. Pero como todo lo que se afirma en base a este principio puede no suceder (es contingente), el conocimiento al que accedemos por la inferencia inductiva no llega nunca a ser demostrativo. “Lo contrario de cualquier materia de hecho es todavía posible, porque nunca implica contradicción. Que el sol no salga mañana es una proposición ni menos inteligible ni con más contradicción que la afirmación de que saldrá.”
Hume, habiendo sometido a crítica el concepto de substancia, ahora fijaba su atención en el de causalidad. Y descubrió que, detrás de la idea de causa no hay ninguna impresión más que la repetida contigüidad entre dos fenómenos a los que, por ese motivo, entendemos como relacionados causalmente. A esto hay que agregar que entendemos la relación causal entre estos fenómenos como una relación constante, como si fuese necesaria. Pero la verdad es que, cuando afirmamos una relación de este tipo, no lo hacemos basados en ninguna impresión sensible correspondiente sino en la mera costumbre, generada por la repetición de observaciones similares. La supuesta relación necesaria que une al efecto con su causa no es sino un contenido de conciencia. No podemos afirmar que las cosas en sí mismas se relacionan causalmente. Al predecir que tal causa generará determinado efecto lo hacemos sobre la suposición de que en la Naturaleza todo ocurre uniformemente y que lo que hemos observado en ocasiones anteriores ocurrirá de un modo semejante en el futuro, pero esto no deja de ser una suposición. “El efecto es totalmente diferente de la causa y, consiguientemente, jamás podrá ser descubierto en aquella; el movimiento de la segunda bola de billar es cabalmente distinto del movimiento de la primera; ni hay aquí nada en uno de ellos que envuelva la más mínima referencia al otro.” Esta crítica de la causalidad no recae sólo sobre la filosofía clásica, incluída la cartesiana, sino que se proyecta también sobre la propia física newtoniana. La Física, que se basa en la observación, al operar con el Principio de Causalidad no hace pie sino en la mera costumbre.
De todos modos, Hume reconocía que las afirmaciones referidas a cuestiones de hecho pueden adquirir un grado de seguridad mayor en la medida en que se basen en observaciones numerosas, regulares y uniformes. Así, sin llegar a ser demostraciones (como en el campo de las ideas), pueden constituirse en "probabilidades" (relaciones variables) o en "pruebas" (relaciones constantes), de las que no es razonable dudar.
Respecto de la Moral, Hume se oponía a quienes sostenían que su fundamento es la religión. Él afirma que su origen se encuentra en el deseo de hacer más agradable la vida. Quien obra moralmente lo hace porque espera que ello le genere satisfacción. Pero el hombre no se queda en el mero egoísmo sino que, movido por su capacidad de compadecerse del otro, disfruta con él o sufre con él. Allí tenemos las bases de las que la moral se nutre: bueno es lo útil, lo que satisface y produce placer, y malo es lo que desagrada y genera dolor. El supremo bien moral es la benevolencia, entendida como interés generoso por el bienestar general.